No, por favor, el arte no es la Cenicienta
Samaria Márquez Jaramillo
SI usara un inicio cronológico tendría que decir que se vivieron
siglos y se escribieron centenares de
libros y en la Literatura sus heroínas eran santas, reinas, princesas, vírgenes
mártires, hasta que Cervantes llevó a los renglones a una labradora (estrato 1
dirían ahora), ordinaria, zafia, agreste y cercana al analfabetismo.
Luego, curado el prurito de que la casta hacía a la heroína, surgieron
personajes femeninos principales, en cuentos, novelas, óperas, poesía y películas.
Es, entonces, cuando una criada (Cenicienta) enamora a un príncipe; una mujer
calé (Esmeralda) de vida errante hace hincar a un archidiácono de Notre dame;
una gitana ladrona (Carmen) manda en los sentimientos de un hidalgo y una prostituta
(Margarita Gautier, “La dama de las camelias”) es la amada de Armando Duval, un
burgués. Acá déjenme hacer un comentario: Cuando en 1881, en el Teatro
Maldonado de Bogotá se intentó presentar la historia de Margarita y Armando,
escrita por Alejandro Dumas hijo, fue descalificada y prohibida por inmoral.
Después, en 1986, el martes 7 de octubre, los del Teatro Nacional fueron
largamente aplaudidos en la presentación de la obra de Dumas junior.
En los renglones anteriores casi me pierdo pero al fin salgo del
laberinto de frases para hablar de Arte y del estribillo que cómodamente le cuelgan
los politiqueros, los gobernantes ignorantes y algunos periodistas facilistas:
¡”El arte es la Cenicienta”! ¡Tamaño error!
La Cenicienta es una criada huérfana (el arte lo que más tiene es
creadores) que tiene la buena suerte de ser protegida por un hada poderosa que la
viste de gala, la monta en carroza, la introduce a un baile y finalmente la
casa con un príncipe torpe que se enamora de ella por el tamaño de su pie. ¿En
qué se parece lo anterior al destino de los artistas? Aún me duele la vida del
escritor chileno Roberto Bolaño… Y, de paso, va una advertencia: Cuando yo me
muera que no vengan con discursos los mandatarios y “colegas”… Harto y largo tormento
me brindan en vida. No se atrevan a presentarse en mi sepelio. Ya lo sabe mi
familia. Serán ellos y mi cadáver. Nadie más.
¡Pobre arte! Todo los hechizos que crea se rompen, sus esplendores se
desvanecen y en todo su transcurrir, aun sin importar la hora, es media noche….
¿Por qué? Porque somos esos a los que
nos es imposible dejar atrás nuestro arte y estamos siempre nombrados como “la Cenicienta” y dejamos que nos
manoseen y nos conviertan en slogans y
en eso nos quedamos, como corcho en remolino, girando a la espera de migajas, aunque
estas sean términos gastados: “El arte
es la Cenicienta de la cultura”. ¡Ojalá lo fuera! Por favor reparen en el final
feliz del cuento de Charles Perrault. ¿Se imaginan mis extensas caminadas
trasegando por oficinas y despachos peleando por un mejor devenir del arte,
haciendo esos recorridos calzada con zapatos de cristal?
Un equipo de científicos echó números y asegura que la
famosa historia de Cenicienta se desbarranca empujada por la Física. Algo falla. Que su hada madrina convirtiese una calabaza en una carroza, ¡vale!, que transformase unos harapos en un vestido de fiesta, ¿por qué no?; pero la anécdota de los zapatos de cristal no cuadra con las leyes fundamentales de la física, ni aún con esas que hacen referencia a sistemas idealizados, difíciles de obtener en el mundo real, ni siquiera por leyes ya modificadas por la teoría de la relatividad, puesto que según cálculos, por pocos centímetros de alto que tuviesen, los tacones se habrían hecho añicos al primer baile y lo que seguro no habrían aguantado, afirman los físicos, es la precipitada huida durante las campanas que anunciaban la llegada de la media noche. Esa media noche que vivimos los gestores y cultores de arte en el Quindío, calificados por torpes como Cenicientas del arte cuando nunca, gracias a la actuación de un ser maravilloso, podremos darle un giro al triste destino que aceptamos.
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