sábado, 2 de abril de 2016

Se avecina una avalancha

Cuento Samaria Márquez Jaramillo

Los sucesos no tienen lógica. Llegan porque sí o porque no.  Al respecto hay una anécdota, del folclor popular: A un señor se le caen al suelo los anteojos y hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha, afligidisimo, pensando que los cristales de anteojos cuestan muy caro pero descubre, con asombro, que no se rompieron  y percibe que lo ocurrido vale por una advertencia. Se encamina a una óptica y adquiere un estuche de cuero, almohadillado con doble protección. Más tarde se le cae, otra vez, el estuche y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se volvieron  esquirlas. Comprendió que los designios de la eventualidad son sibilinos y que la realidad es como  cáñamos secos que la ventisca hace danzar frente a la llama y luego los hace chocar. Uno se vuelve cenizas y otro, en llamas,  es apagado por el viento… Llama apagada y cenizas llevadas por el viento es la vida, sobre todo en su trayecto final.
Así que no es novedoso aseverar que la vida es la amalgama de cosas malas y gente buena u otra dilución: gente mala y cosas buenas. Por ello es  que, a fin de cuentas, una autobiografía  se construye también en torno a cierto número de historias que vale la pena contar, unas y que se tienen que decir, otras.
 Los elementos importantes en una vida  son los que engendran historias. Esas historias permanecen, conservan su encanto y su poder evocador, transmiten el mismo mensaje o las mismas lecciones, se adaptan también a las necesidades y a las circunstancias, porque tienen una vida propia y tienen el rostro cambiante de la vida.
A  ninguna persona  ha de sorprender que en épocas de guerras, odios, persecuciones, engaños y muertes, surjan historias de envidias, persecuciones, cobardías  y finales indefinidos, como los de la vida.
 Hecha la anterior aclaración empiezo a narrar: Esta es la historia de unos y otra. Lo tradicional como inicio de narración es: “Erase una vez…” En obediencia a principios instituidos digo: Erase una vez  y era que eran muchas personas, una gente.
Y ella empezó  a caminar por su vida. En cumplimiento de que “caminante no hay camino, se hace camino al andar”, no siempre tuvo   bajo sus pasos  grandes avenidas o autopistas, también  recorrió  trochas, atajos y rastrojos y por pingüe tiempo estuvo  dispuesta a llegar, "nadando y empujando la maleta”...
Una vez se detuvo al borde de un río enérgico, música de Wagner. Su mucha corriente había ahogado el murmullo de las aguas de antes, cuando era manantial y sonata de Schubert, su preferido. Pero la corriente era clara, espumosa y su brío le impedía sumirse en arrulladoras evocaciones. La hacía fuerte, algo inusitado en ella.
El cauce fue haciéndose cada vez más  ancho, el torrente más escaso y las aguas se alejaban de la ribera. “Hum, -pensó-  (no soy narradora omnisciente, soy personaje protagonista. Sé, de primera mano, lo que pienso y puedo decirlo)  se cansó de hacer fuerza el río…Esta convertido en lo que busqué en él. ¡Qué bien!”
Fue cuando sintió como si por cada poro le brotaran las más pequeñas flores. El éxtasis duró poco. Un recuerdo la sacudió: Oyó, otra vez, la voz que escuchara en un programa radial matutino: “Si un rio o quebrada disminuye repentinamente su caudal es porque, más arriba, están la corriente represada. Se avecina una avalancha…”












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