Se avecina una
avalancha
Cuento Samaria Márquez Jaramillo
Los
sucesos no tienen lógica. Llegan porque sí o porque no. Al respecto hay una anécdota, del folclor
popular: A un señor se le caen al suelo los
anteojos y hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se
agacha, afligidisimo, pensando que los cristales de anteojos cuestan muy caro
pero descubre, con asombro, que no se rompieron
y percibe que lo ocurrido vale por una advertencia. Se encamina a una óptica
y adquiere un estuche de cuero, almohadillado con doble protección. Más tarde
se le cae, otra vez, el estuche y al agacharse sin mayor inquietud descubre que
los anteojos se volvieron esquirlas.
Comprendió que los designios de la eventualidad son sibilinos y que la realidad
es como cáñamos secos que la ventisca
hace danzar frente a la llama y luego los hace chocar. Uno se vuelve cenizas y
otro, en llamas, es apagado por el
viento… Llama apagada y cenizas llevadas por el viento es la vida, sobre todo
en su trayecto final.
Así que no es novedoso aseverar que la vida es la amalgama de
cosas malas y gente buena u otra dilución: gente mala y cosas buenas. Por
ello es que, a fin de cuentas, una
autobiografía se construye también en
torno a cierto número de historias que vale la pena contar, unas y que se tienen
que decir, otras.
Los elementos importantes en una vida son los que engendran historias. Esas
historias permanecen, conservan su encanto y su poder evocador, transmiten el
mismo mensaje o las mismas lecciones, se adaptan también a las necesidades y a
las circunstancias, porque tienen una vida propia y tienen el rostro cambiante de
la vida.
A ninguna persona ha de sorprender que en épocas de guerras,
odios, persecuciones, engaños y muertes, surjan historias de envidias, persecuciones,
cobardías y finales indefinidos, como
los de la vida.
Hecha la anterior aclaración empiezo a narrar:
Esta es la historia de unos y otra. Lo tradicional como inicio de narración es:
“Erase una vez…” En obediencia a principios instituidos digo: Erase una vez y era que eran muchas personas, una gente.
Y ella empezó a caminar por su vida. En cumplimiento de que
“caminante no hay camino, se hace camino al andar”, no siempre tuvo bajo
sus pasos grandes avenidas o autopistas,
también recorrió trochas, atajos y rastrojos y por pingüe
tiempo estuvo dispuesta a llegar,
"nadando y empujando la maleta”...
Una vez se detuvo al
borde de un río enérgico, música de Wagner. Su mucha corriente había ahogado el
murmullo de las aguas de antes, cuando era manantial y sonata de Schubert,
su preferido. Pero la corriente era clara, espumosa y su brío le impedía sumirse
en arrulladoras evocaciones. La hacía fuerte, algo inusitado en ella.
El cauce fue haciéndose
cada vez más ancho, el torrente más
escaso y las aguas se alejaban de la ribera. “Hum, -pensó- (no soy narradora omnisciente, soy personaje
protagonista. Sé, de primera mano, lo que pienso y puedo decirlo) se cansó de hacer fuerza el río…Esta
convertido en lo que busqué en él. ¡Qué bien!”
Fue cuando sintió
como si por cada poro le brotaran las más pequeñas flores. El éxtasis duró
poco. Un recuerdo la sacudió: Oyó, otra vez, la voz que escuchara en un
programa radial matutino: “Si un rio o quebrada disminuye repentinamente su
caudal es porque, más arriba, están la corriente represada. Se avecina una
avalancha…”
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